tuve recuerdos de mi vida en las faldas de la cordillera de los Andes. pequeños destellos.
un revólver en el último cajón de mi velador. las peleas silenciosas, palabras contra mi madre biológica.
a veces despierto pensando que estoy en ese cuarto, casas prefabricadas de dos pisos, cuarto principal en la planta baja con vista al jardín delantero. un cuartito pequeño donde dormía yo al comienzo, una cama en el piso, bajo la almohada dejaba mis dientes.
cuando se fue Verónica de la casa me dejaron su pieza, segundo piso, dos habitaciones enfrentadas. entremedio un baño por donde entraba la luz del atardecer. Cristián y yo dormíamos arriba, nuestras habitaciones eran dos mundos opuestos. su cuarto lleno de trofeos y artilugios de sus aventuras cerro abajo en bici, mi pieza llena de juguetes con dos camas y una tele. la estatua de una bruja a la vieja usanza que decía "prohibido prohibir", el VHS de Titanic reproduciéndose infinitamente.
en aquel nuevo cuarto, frente a mi cama, había una pequeña puerta que daba al ático. por supuesto me aterraba pensar que de noche la puerta se abriría, para develar tras de sí alguna extraña criatura amenazante. y ahí mismo en esa cama, tuve muchos terrores nocturnos y visiones tenebrosas. una vez estuve a punto de tirarme por la ventana dormida, pero mi grito desaforado alertó a la familia. años más tarde una psicóloga diría que esos efectos eran claros síntomas de un abuso sexual infantil reprimido.
me olvido cada vez más que nunca hubo resolución ni justicia. un día cualquiera quise ver por google street el terreno donde pasábamos las vacaciones en Algarrobo, para mi sorpresa ahí estaba él, un viejo estoico y admirado por muchos. en realidad un pederasta sin remordimientos. la imagen de él cortando madera con un serrucho quedó impresa para siempre en la internet. y yo no sentí absolutamente nada.
un psiquiatra me dijo una vez que de tanto bloquear recuerdos y sentimientos, mi psique ya no diferenciaba qué bloquear y qué no. todo se volvió una masa de rechazo constante desde la que creció una identidad casi ficticia.
otra vez, un familiar lejano me citó a Sartre para explicarme que yo era lo que hacía con lo que habían hecho de mí, le di las gracias por el
trabalenguas y nunca más le volví a hablar. no hay pararelismo alguno
entre las cicatrices del abuso infantil y el existencialismo burgés.
igual me reí un poco de su contradicción académica, no pude evitar
pensar que él aún guardaba contacto con algunos miembros de la
familia del viejo estoico.
¿dónde cresta estaba todo el mundo que pasé tanto tiempo a solas con ese viejo maldito?
no hubo siquiera un escrache, una funa.
las consecuencias las pagué casi todas yo.
volviendo a La Reina, tengo recuerdos tan vívidos de momentos hermosos y horribles.
la llegada del verano y las guindas de temporada que comíamos en el patio trasero con Rosa María, mi madre adoptiva. los vecinos yuppies del barrio con el televisor más grande del nuevo siglo. mis perras, la Raicha y la Tracy, golden retriever & cocker spaniel. aquella vez que llegando a casa, descubrimos a Cristián totalmente borracho con los parlantes explotados. recuerdo exactamente cómo el viejo estoico nos hizo encerrar en el cuarto principal mientras él aleccionaba al joven en el comedor.
siempre hice como que no escuchaba lo que hablaban entre sí quienes me criaron, pero así fue cómo me enteré de los secretos de la familia. Rosa María, viuda de Juvenal (tío de mi padre biológico y marido que solía golpearla hasta la última gota de alcohol) se casó con Juan Guillermo, quien volvió de Brasil por razones sospechosas. mi madre adoptiva y el viejo estoico se conocían desde pequeños, mejores amigos en un barrio periférico de Santiago de Chile.
la casa de los padres de él, un lugar tenebroso que bloqueé de mis recuerdos. enfrente, la casa de los padres de ella, dos pisos, olor a senectud, un patio pequeño que estoy segura, era habitado por duendes. un gallinero convertido estacionamiento. reuniones dominicales donde podía practicar el piano, mas no contar que estaba viviendo el trauma más grande de mi vida. todos tomaban la siesta y yo aprovechaba de contactar con los duendes. siempre me pregunté si llegaron a extrañarme, yo creo que no.
pero voy olvidando. no sé exactamente si habían vendido ya aquella casa donde crecí en La Reina, para cuando le conté a mi madre biológica sobre el abuso vivido. tenía 12 años y acumulaba ataques de pánico como cupones. no sé muy bien en qué exacto momento nació la angustia que me acompaña hasta el día de hoy.
y lo más triste en realidad, es que no recuerdo la última vez que la vi a Rosa María, mi madre por muchos años. no recuerdo si logré llegar a verla licenciada en psicología, camino que casi inconscientemente, seguí yo misma. traidora de mi confianza, aún cuelgan fotos de mi infancia en su casa de Algarrobo. no recuerdo su risa, ni sus retos. no recuerdo cómo era el sabor del pescado frito con puré que me cocinaba cada sábado.
sé que ella me recuerda, pero qué validez tiene un recuerdo erguido sobre el rechazo. qué validez tiene el hecho que ella me recuerde, si comparte cama y techo con mi abusador. hay días que la echo de menos, otros que la odio con toda mi alma. y sólo tengo miedo de extrañarla con desprecio para toda la vida.
desde un encierro inusitado les recuerdo como fantasmas. un rol de hija que abandoné, la huella de una madre que me abandonó. ya no puedo nutrirme del pasado.
Mater muta,
yo seré mi propia madre.